Alrededor de las 5:45 a.m. del 19 de noviembre de 1984, la planta de Pemex tuvo una enorme explosión de gas. Grandes salchichas y esféricos contenedores de gas, pedazos de construcción o rieles de ferrocarril fueron arrancados del piso por la fuerza de la explosión. Volaron, cayendo sobre nuestros hogares. “La onda expansiva de la primera explosión se sintió hasta 50 kilómetros a la redonda y la llama de fuego alcanzó una altura de un kilómetro” (Informe Final del MEH, Volumen 2, parte 2).
El fuego recorrió largas distancias y se metió a nuestros hogares. Las mujeres formadas para la leche de la Conasupo (que ese día se retrasó en llegar y provocó una fila mayor de lo normal) y varios trabajadores que se encaminaba ya a sus centros laborales fueron sorprendidos en las calles. Cuerpos agonizantes deambulaban por las calles, pero la gente más pobre vivía más cerca de las gaseras y no pudieron huir. El calor deformó sólidas herrerías y trastes metálicos. Duele imaginar cómo cientos de personas murieron y tal cual pasaje de la Biblia, se volvieron ceniza, se hicieron polvo.