Verdadero rostro de Morena: soberbia, doble moral y desprecio al pueblo

Por Karina A. Rocha Priego

Sin lugar a dudas, queridos lectores, hay disculpas que no bastan, palabras que no reparan el daño ni devuelven la dignidad que se pisotea cuando el poder se usa para humillar.

En días recientes, volvió a circular en redes y medios un episodio bochornoso que muchos preferían olvidar, pero que retrata con precisión la esencia de la soberbia morenista.

Se trata del lamentable incidente protagonizado por Patricia Armendáriz, exdiputada de Morena y autodenominada “banquera exitosa”, quien en abril de 2023 fue exhibida insultando a un grupo de indígenas lacandones en Chiapas, a quienes no dudó en llamar “muertos de hambre”, entre un sinfín de insultos más.

El escándalo no es menor ni anecdótico, porque evidencia el tipo de clase política que Morena ha incubado: figuras que se dicen del pueblo, pero que lo desprecian cuando el pueblo no se pliega a sus intereses.

El audio filtrado, donde se escucha a Armendáriz gritar, insultar y amenazar a los líderes de la comunidad por no presentar a tiempo un proyecto de ecoturismo, no sólo revela una pérdida de control, sino la verdadera naturaleza de una élite política convencida de que ayudar es sinónimo de dominar y humillar.

La ahora exdiputada justificó su conducta alegando tener “mecha corta” y atribuyendo el incidente a un “problema de carácter”. Una explicación tan trivial como insultante, porque reduce a un simple arrebato lo que en realidad fue una muestra de desprecio y clasismo. Su reacción no fue espontánea, fue estructural: brotó de la arrogancia de quien se siente superior al otro, de quien concibe a las comunidades indígenas no como sujetos de derechos, sino como beneficiarios obedientes de su “benevolencia política”.

Un incidente que revela más de lo que parece

La comunidad lacandona, encabezada por Chankin Chambor Kin, respondió con dignidad, recordando a la diputada que su deber no era regañarlos, sino respaldar su lucha por el reconocimiento de su territorio y el respeto a sus formas de vida; lo que pedían no era caridad, sino justicia, y ese fue el punto que desató la furia de Armendáriz: la resistencia de una comunidad que no se doblegó ante la altanería del poder.

El episodio, ocurrido originalmente en octubre de 2022 y hecho público en abril del año siguiente, fue revivido recientemente por una razón muy sencilla: no ha perdido vigencia. Porque más allá de los meses transcurridos, el hecho simboliza lo que se ha vuelto costumbre en Morena -una mezcla de soberbia, autoritarismo y doble moral- que contrasta con su discurso de humildad y “primero los pobres”.

Armendáriz intentó reparar el daño publicando un video de disculpas en redes sociales, donde habló de su “preocupación” por la deforestación y la falta de compromiso de los lacandones con los proyectos ecoturísticos. Pero su justificación se hunde en su propio cinismo: no hay causa ambiental que justifique el desprecio ni conocimiento académico que legitime la humillación.

En su intento por mostrarse racional, terminó confirmando su desconexión con la realidad que dice defender.

El espejo del morenismo: poder, soberbia y doble moral

Resulta además indignante que haya insinuado, meses después, que la filtración del audio fue una “trampa” pagada con 250 mil pesos por un político rival, teoría conspirativa que sólo buscaba distraer su comportamiento, victimizando a quien fue verdugo, estrategia que el morenismo domina: cuando se les exhibe, se presentan como perseguidos, nunca como responsables.

El caso de Armendáriz desnuda la contradicción profunda que caracteriza a buena parte de la clase política emanada de Morena. Hablan de justicia social mientras viven con privilegios insultantes, se dicen defensores del pueblo, pero lo miran por encima del hombro, prometen un gobierno del cambio, pero repiten -y empeoran- los vicios del pasado.

Es la doble moral institucionalizada, el “haz lo que digo, no lo que hago” convertido en doctrina política.

Y si el incidente fue revivido, no es por morbo, sino porque sigue siendo un espejo incómodo para el régimen, porque cada vez que se recuerda aquel audio infame, se recuerda también que, detrás de los discursos de “transformación” hay funcionarios prepotentes, violentos, convencidos de que su cargo los hace dueños de la razón; el comportamiento de Armendáriz no es una excepción, es la norma disfrazada de accidente.

Desde la presidencia hasta las diputaciones, Morena se ha llenado de personajes que se autoproclaman del pueblo, pero en cuanto se sienten cuestionados, reaccionan con la misma furia clasista que alguna vez criticaron. Nadie sancionó a Armendáriz, nadie en su partido la reprendió, nadie se solidarizó con la comunidad ofendida, al contrario, el silencio cómplice fue la respuesta institucional, porque reconocer el error sería aceptar que la “transformación” se pudre desde adentro.

La memoria como resistencia frente a la hipocresía del poder

Hoy, que el caso vuelve a la luz pública, el país debería mirar con atención: no se trata sólo de un exabrupto, sino de una metáfora. La diputada que llama “muertos de hambre” a los indígenas es el retrato del morenismo que dice gobernar para ellos mientras los desprecia, del partido que promete igualdad, pero reparte migajas, de la política que predica humildad mientras practica soberbia.

Porque ese es el verdadero rostro de Morena: un movimiento que en su origen hablaba de esperanza, pero que con el poder se volvió arrogante, intolerante y moralmente vacío y, aunque las disculpas de Armendáriz intentaron cerrar el capítulo, hay heridas que no se cierran con un video en redes, ni con palabras ensayadas por asesores de imagen y tampoco con “indiferencia”, la dignidad humana no se negocia, ni se borra con un tuit.

La escena de aquella diputada gritando, perdiendo el control y desahogando su frustración sobre una comunidad indígena no fue un error del momento, fue una confesión, un destello de lo que realmente piensan muchos de los que hoy gobiernan bajo la bandera del “pueblo”, por eso este episodio debe seguir vivo: porque recordar es también una forma de resistencia y, frente a la soberbia y la doble moral de los poderosos, la memoria es el arma más digna que le queda al pueblo.

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