Por Karina A. Rocha Priego
Centralización disfrazada de modernización
Cuántas veces no lo dijimos, Morena y su 4T van por el control del agua para mantener «a raya» a más de 130 millones de mexicanos, pues la nueva Ley General de Aguas, impulsada con el argumento de modernizar un marco legal rezagado desde 1992, se ha convertido en un detonador de tensiones nacionales, porque lejos de corregir desigualdades históricas centraliza el control del recurso más valioso en manos del Ejecutivo federal y de la Comisión Nacional del Agua.
Lo anterior, permite abrir, cerrar o revocar concesiones sin contrapesos reales, lo que convierte al agua en instrumento de control político y no en un derecho humano garantizado, lo que golpea en especial a municipios rurales que, durante décadas, han sostenido sistemas comunitarios funcionales sin la intromisión del gobierno, sin embargo, esta reforma invade esa autonomía, la debilita y la coloca bajo decisiones burocráticas que rara vez entienden la realidad del territorio mexicano.
Este diseño concentra poder en una sola mesa y deja fuera a quienes realmente cargan el peso del país, los agricultores, ganaderos, ejidatarios y pueblos originarios, quienes hoy ven con alarma cómo una firma, desde la capital, puede decidir si sus tierras viven o mueren, mientras Morena y aliados presumen modernización cuando en realidad inauguran un régimen hídrico autoritario contra aquellos a los que el propio gobierno «asegura defender».
Empresas favorecidas, comunidades sacrificadas
Una de las afectaciones más graves sobre esta «nueva ley», se relaciona con la priorización del uso industrial y comercial, porque la ley no establece límites claros a concesiones para empresas extractivas, cerveceras, refresqueras o inmobiliarias, lo que deja al país en la antesala de una desigualdad hídrica monumental, especialmente en regiones golpeadas por sequía, desde Baja California hasta Nuevo León y del Valle de México a Puebla, donde la competencia por el agua ya provoca choques entre comunidades y corporativos.
Esta omisión tiene nombre y apellido, porque mantiene intocables a los grandes consumidores privados, mientras exige sacrificios al pequeño productor que apenas puede regar una hectárea para sobrevivir, porque el gobierno presume cuidar el agua, pero permite megaproyectos sin límites claros, entonces el mensaje es evidente, la ley no busca ordenar el uso del agua, sino ordenarle al ciudadano que se haga a un lado cuando llegue el capital.
En paralelo, se introducen nuevos mecanismos de cobro y sanciones que, bajo la bandera del uso racional, terminarán aumentando tarifas domésticas, sin resolver el verdadero cáncer, la infraestructura en ruinas, porque México pierde hasta 40 % del agua potable en fugas, y aun así se culpa primero al usuario antes que al Estado, un absurdo que anticipa protestas masivas cuando los recibos lleguen con incrementos injustificados.
Crisis ambiental disfrazada de regulación
El aspecto ambiental tampoco se salva de irregularidades, porque la ley no garantiza caudales ecológicos suficientes para proteger ríos, lagos y acuíferos, lo que abre la puerta a continuar con la sobreexplotación de 105 de los 653 acuíferos del país, muchos ubicados en zonas donde la presión hídrica ya es extrema, y sin reglas estrictas para las descargas industriales y urbanas, la contaminación seguirá avanzando.
Esto no es regulación, es el permiso legal para que el deterioro continúe, porque sin una visión ecológica real, ningún país puede sostener su crecimiento económico, y menos uno que depende del campo para alimentar a 130 millones de personas, pero el gobierno prefiere ignorar los riesgos a largo plazo y concentrarse en la narrativa política de la modernización, aunque el costo sea hipotecar el futuro hídrico nacional.
Indígenas ignorados, conflictos asegurados
Uno de los puntos más delicados es la afectación directa a pueblos indígenas, porque la ley no contempla el derecho al consentimiento previo, libre e informado frente a proyectos que impacten sus fuentes de agua, lo que viola el artículo 2 constitucional y el Convenio 169 de la OIT, abriendo un flanco jurídico que podría llevar la reforma completa a la Suprema Corte y tumbarla por falta de consulta.
Estos pueblos llevan siglos defendiendo sus recursos y su territorio, y pretender aplicarles una ley sin escucharlos, es receta segura para el conflicto, porque donde el Estado no consulta, la resistencia social ocupa su lugar, desde Chiapas hasta Sonora y desde Oaxaca hasta Chihuahua, el agua es identidad, es subsistencia, es territorio, y ningún gobierno ha logrado someter a la fuerza la voluntad de quienes luchan por lo que les pertenece desde antes de que existiera el Estado mexicano.
Una ley que ignora al clima y acelera la desigualdad
La ausencia de una estrategia para enfrentar el cambio climático agrava aún más esta situación, porque México sufrirá sequías más largas e intensas en los próximos años, pero la ley no establece mecanismos reales de adaptación, lo que deja al país en vulnerabilidad extrema.
La conclusión es inevitable, esta ley no resuelve la crisis, la profundiza, porque concentra poder, castiga al pequeño, protege al grande, ignora la ciencia, vulnera derechos indígenas y renuncia a la sustentabilidad, y aunque Morena la haya aprobado a mano alzada, será la realidad la que le cobre factura al gobierno cuando el campo colapse, las ciudades se enfrenten a racionamientos severos y los conflictos por agua escalen a niveles nunca vistos.
México no necesita una ley para administrar la escasez, necesita un proyecto nacional para garantizar vida, justicia y agua para todos, pero este gobierno decidió lo contrario, abrió la puerta a la próxima gran guerra del país, y esa guerra será por el agua.
