Por Karina A. Rocha Priego
La movilización del sábado 15 de noviembre de 2025 fue todo menos un episodio espontáneo; lo que inició como una convocatoria impulsada por la “Generación Z” -a la que pronto se unieron organizaciones sociales, colectivos ciudadanos, trabajadores, madres buscadoras y familias enteras- se convirtió en una auténtica denuncia nacional contra un gobierno que muchos perciben como sordo, desgastado y cada vez más rebasado.
La protesta, realizada en más de 90 ciudades, re-presentó el mensaje más claro hasta ahora: Méxi-co está harto, profundamente harto, de un Go-bierno Federal encabezado hoy por Claudia Sheinbaum que presume estabilidad mientras el país se desmorona por dentro.
Aunque la marcha arrancó con un espíritu pacífico, organizado y multitudinario, su desarrollo fue contaminado por la irrupción de grupos violentos, encapuchados y perfectamente coordinados.
La intención era evidente: desvirtuar la protesta, sembrar caos y construir una narrativa oficial que criminalizara a quienes exigen justicia y seguridad, sin embargo, ni siquiera la violencia -conveniente o no para el gobierno- logró ocultar el mensaje de fondo: el país ya no soporta más simulación, más discursos vacíos ni más indiferencia presidencial.
Una protesta que exhibió un hartazgo irreversible
La magnitud de la movilización dejó al descubierto un fenómeno que el gobierno ha intentado minimizar durante meses: la fractura social ya no es una grieta, es un abismo; el hecho de que jóvenes de entre 15 y 25 años encabezaran la convocatoria no sólo evidencia una generación politizada por la adversidad; refleja que incluso quienes crecieron escuchando promesas de transformación ya no creen en ellas.
La “Generación Z” salió a las calles, no por rebeldía juvenil, sino porque ve un futuro bloqueado por la inseguridad, por la falta de oportunidades, por la impunidad que consume regiones enteras y por un Gobierno Federal que insiste en dictar su propia verdad, aunque contradiga la realidad diaria del país.
El mensaje era implacable: México está cansado del discurso triunfalista, mientras familias entierran a sus muertos, está cansado de que se normalice la violencia, mientras se pide «paciencia». Está cansado de que la seguridad nacional sea tratada como una estadística modificable y no como una tragedia que exige decisiones urgentes.
Infiltrados, violencia y un gobierno que actúa más como adversario que como autoridad
La aparición de grupos antagónicos fue el punto de ruptura, individuos encapuchados, coordinados y claramente ajenos a la protesta, irrumpieron para provocar enfrentamientos, destruir mobiliario urbano y justificar un despliegue policial que, por momentos, pareció más enfocado en intimidar que en proteger, derivando en que cientos de manifestantes pacíficos se vieran obligados a retirarse por seguridad, la presencia de estos grupos dejó preguntas inquietantes: ¿quién los envió?, ¿a quién beneficia su intervención?, ¿por qué aparecen siempre en protestas incómodas para el gobierno?.
Para muchos ciudadanos, la respuesta es evidente, desde hace meses, la estrategia gubernamental ha consistido en minimizar las manifestaciones, desacreditar a los organizadores y, cuando es necesario, permitir que la violencia opaque el mensaje ciudadano.
La reacción del gobierno el 15 de noviembre lo confirmó: más que diálogo, hubo blindaje; más que apertura, hubo cerrazón.
El Zócalo cercado como fortaleza expuso un gobierno desconfiado de su propio pueblo, obsesionado con proteger la imagen presidencial incluso a costa de la legitimidad democrá-
tica.
La narrativa oficial -esa que busca reducir todo a «grupos manipulados», «agitadores» o «provocaciones conservadoras»- simplemente ya no funciona, pues la realidad superó al discurso, el país no está dividido por ideologías, sino por la incapacidad gubernamental de responder a su propia crisis.
Un país al límite: inseguridad, impunidad y un gobierno que sólo administra la crisis
La marcha del 15 de noviembre fue el espejo de un país harto de vivir bajo la sombra de la violencia, lo que detonó la indignación colectiva fue el asesinato del alcalde de Uruapan, pero el origen real está en años de desgaste, cifras maquilladas y promesas que jamás llegaron a cumplirse. Para la “Generación Z” -y para quienes marcharon a su lado- la protesta se convirtió en un acto de supervivencia: no pueden estudiar, trabajar, salir o simplemente vivir sin miedo.
La indignación crece porque cada feminicidio impune, cada ataque contra periodistas, cada desaparición no investigada demuestra que el Estado está rebasado o simplemente renunció a su responsabilidad.
Bajo esta administración federal, la promesa de «pacificar al país» se transformó en resignación institucional, con lo que los ciudadanos ya no esperan que el gobierno solucione la crisis, sino que al menos deje de fingir que no existe.
Incluso los niños marcharon: señal más dolorosa del hartazgo
La presencia de niños de 8 a 14 años en la protesta estremeció a miles, no acudieron por activismo, sino por miedo: miedo a salir a jugar, a ir a la escuela, a caminar con sus familias; su participación fue un recordatorio brutal del fracaso gubernamental.
Si incluso los más pequeños sienten la inseguridad en la piel, es porque la crisis ya tocó el núcleo más vulnerable del país: la familia.
Organizaciones y colectivos que respaldaron la movilización l “Movimiento del Sombrero”
l Marcha de Bata Blanca
l CNTE
l Productores del campo
l Colectivos ciudadanos, madres buscadoras, trabajadores y padres de familia.
La diversidad de participantes reflejó una unidad que, lejos de ser manipulada, brotó de un dolor compartido.
El reto: escuchar antes de que el descontento se vuelva ingobernable
El gobierno de Claudia Sheinbaum enfrenta una disyuntiva histórica: escuchar o romper definitivamente el vínculo con la sociedad.
La marcha del 15 de noviembre no fue un evento aislado, fue un parteaguas y si la respuesta oficial sigue siendo minimizar, descalificar o criminalizar, el hartazgo crecerá hasta niveles irreversibles.
Porque esta vez, la gente no pide privilegios, pide seguridad, justicia y un gobierno que deje de mirar hacia otro lado.
Y si el gobierno no escucha ahora, será la sociedad -encabezada por su generación más joven- la que termine imponiendo el rumbo.
