México, cómplice, víctima y mártir

Por Karina A. Rocha Priego

Mientras Donald Trump cumple sus amenazas con fuego y acero, el gobierno mexicano calla, finge sorpresa y se hace la víctima, aunque desde hace años pactó su poder con el crimen que ahora dice combatir.

El silencio como política de Estado

¿Qué parte no entenderá México que la administración de Donald Trump, en Estados Unidos, no se anda con cuentos?, el presidente convertido en verdugo hemisférico, ha cumplido una a una sus amenazas, y los recientes ataques a embarcaciones presuntamente dedicadas al trasiego de drogas lo demuestran, el 28 de octubre de 2025 fuerzas estadounidenses atacaron cuatro supuestas narcolanchas en el Pacífico Oriental, a unos 830 kilómetros al suroeste de Acapulco, Guerrero, murieron 14 personas y un sobreviviente fue rescatado por la Marina mexicana, el secretario de Defensa estadounidense.

Al respecto, Pete Hegseth, secretario de Defensa de Estados Unidos, se jactó del operativo calificándolo como “una ofensiva necesaria” para proteger a su país del narcotráfico, mientras algunos medios internacionales destacaron la “coordinación” con México, una coordinación que en realidad no fue más que la aceptación de una humillación, otra vez el ejército de un país extranjero actúa con fuego letal cerca de nuestras costas, y nuestras autoridades apenas emiten comunicados ambiguos para simular control.

El silencio del gobierno mexicano no es casualidad, sino reflejo de una política que lleva años pudriéndose desde dentro, desde la administración de Andrés Manuel López Obrador se sembraron los cimientos de un Estado débil, cooptado y dependiente.

Testigos protegidos en Estados Unidos han declarado que el poder político mexicano entregó territorios y protección a narcocélulas a cambio de recursos para financiar campañas, lo que comenzó como un pacto en la sombra, terminó por corromper la estructura misma del gobierno, y hoy ese monstruo se les escapa de las manos, el narcotráfico no sólo controla regiones, controla decisiones, impone candidatos y dicta silencios, por eso, cuando Estados Unidos ataca, México finge sorpresa y se hace la víctima, no puede cooperar en una guerra que ya perdió desde adentro.

Entre la sumisión y la hipocresía

El gobierno actual, encabezado por Claudia Sheinbaum, repite el mismo guion, frases diplomáticas, discursos vacíos sobre “soberanía nacional” y una actitud complaciente frente a las agresiones estadounidenses, lo que ocurre en realidad es un juego de conveniencia, México no puede confrontar a Washington porque su propia narrativa se caería, el discurso de que “se combate al crimen organizado” es una farsa construida sobre complicidades, si realmente existiera una estrategia nacional de seguridad, Trump no tendría excusa para intervenir militarmente cerca de nuestras aguas, pero el vacío que deja la inacción mexicana lo llena Estados Unidos con misiles y fragatas.

Los antecedentes son claros, en agosto, Trump desplegó fuerzas aéreas y navales en el Caribe bajo el pretexto de combatir a cárteles considerados terroristas; en septiembre hundió una lancha procedente de Venezuela, y poco después atacó otra embarcación dejando al paso tres muertos.

Cada acción fue un ensayo para lo que hoy ocurre frente a nuestras costas, una escalada calculada que prueba hasta dónde puede avanzar sin resistencia, y México, fiel a su papel de socio dócil, lo permite todo, el país que debería reclamar violaciones a su soberanía se limita a “agradecer la cooperación”, esa hipocresía política es la que nos condena a la irrelevancia internacional.

La realidad es que el narcotráfico mexicano se volvió un problema global porque el propio Estado lo permitió, lo toleró y lo utilizó, ahora el costo lo pagan los ciudadanos, los pescadores, las comunidades costeras, mientras los políticos se esconden tras discursos de falsa prudencia, Estados Unidos actúa sin pedir permiso porque sabe que nadie le responderá, y porque tiene en su poder los expedientes y testimonios que prueban los nexos del poder mexicano con los cárteles, el silencio de México no es diplomacia, es miedo.

Un país arrodillado ante sus propios fantasmas

La administración de Sheinbaum enfrenta una tormenta de su propia creación, el Estado mexicano perdió hace tiempo la autoridad moral para reclamar respeto a su soberanía, los pactos con el crimen lo despojaron de legitimidad, la corrupción institucional lo dejó sin defensa y la complicidad lo redujo a un actor secundario en su propio territorio, mientras Trump decide cuándo y dónde disparar, México sólo reacciona para maquillar la humillación con discursos sobre “colaboración internacional”, la escena es patética, un país que durante décadas presumió independencia hoy se comporta como un protectorado resignado.

El narcotráfico se infiltró hasta los cimientos del poder, y hoy, frente a los cañones estadounidenses, las autoridades mexicanas no pueden hacer otra cosa que bajar la cabeza, no porque ignoren el agravio, sino porque temen que cualquier confrontación destape sus propias traiciones, el verdadero enemigo del Estado no está en las costas ni en las rutas marítimas, está en los despachos donde se negoció la impunidad a cambio de votos y dinero, y mientras esa podredumbre no se erradique, cualquier discurso de soberanía es una burla.

Trump lo sabe, por eso actúa sin temor, porque conoce la fragilidad del gobierno mexicano, su falta de autoridad y su dependencia política.

México, sin cielo ni rumbo

Los ataques del 28 de octubre marcan un punto de inflexión, ya no se trata de narcotráfico sino de poder, de sumisión y de miedo, Trump ha decidido que el hemisferio occidental será su campo de batalla y México, en lugar de trazar una línea roja, ha optado por mirar hacia otro lado, lo que está en juego no es la cooperación antidrogas, sino la dignidad nacional.

La administración mexicana, con su pasividad, está entregando ambos sin pelear.

La reciente cancelación de vuelos internacionales hacia el país y el aislamiento del AIFA confirman que las amenazas de Trump se cumplen una a una, el aeropuerto que se presentó como emblema de infraestructura nacional, se convierte hoy en el símbolo más visible del sometimiento político, un gigante vacío que refleja la debilidad de un gobierno que ya no controla ni su cielo ni su destino.

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