El México real que autoridades «no ven»

Por Karina A. Rocha Priego

Qué pena me dan -por no decir lástima- todos aquellos que todavía creen en «la calle de los milagros», cuando están viendo y padeciendo la situación precaria en la que millones de mexicanos viven actualmente. La realidad es que la esperanza de un milagro ha sido sustituida por la crudeza de un sistema que parece operar en beneficio de unos pocos, mientras la mayoría lucha día con día para sobrevivir.

Las promesas de cambio han quedado en discursos vacíos, repitiéndose como un eco en cada periodo electoral. La gente ha pasado de la «fe ciega» a la «resignación», entendiendo que, sin importar quién esté en el poder, la desigualdad persiste y se agrava.

Los precios de los productos básicos continúan en ascenso, la inseguridad se multiplica en las calles, la corrupción sigue siendo el sello distintivo de los gobernantes, y las oportunidades reales para mejorar la calidad de vida de la población parecen cada vez más inalcanzables.

Cuando las autoridades de los tres niveles de gobierno realicen, personalmente, actividades cotidianas como ir al supermercado y sentir el impacto de la inflación en la canasta básica, cargar gasolina y pagar precios exorbitantes sin subsidios especiales, realizar algún trámite administrativo sin recibir tratos privilegiados o sin saltarse filas interminables, entonces quizá comprendan lo que enfrenta la población a diario.

Sin embargo, su desconexión con la realidad les impide ver más allá de sus oficinas con aire acondicionado y sus escoltas que los protegen de la inseguridad que ellos mismos han permitido que crezca.

El país se ha convertido en un escenario donde la supervivencia es el reto diario de millones de personas.

Cada mañana, el obrero sale de su casa sin saber si el salario que recibirá le alcanzará para cubrir los gastos básicos.

La madre soltera lucha contra el aumento en el precio de los alimentos y educación de sus hijos, sabiendo que el esfuerzo nunca es suficiente. El estudiante enfrenta la incertidumbre de un futuro laboral que cada vez se ve más difuso. Y, mientras tanto, los responsables de cambiar esta realidad parecen ignorar la angustia y el sufrimiento de aquellos a quienes dicen representar.

La brecha entre gobernantes y gobernados se ensancha cada día. Las decisiones se toman en escritorios alejados de la vida cotidiana de la población, y las políticas implementadas parecen responder más a intereses particulares que al bien común.

Las calles claman justicia, pero las respuestas son vagas y las soluciones, inexistentes. La delincuencia ha encontrado un caldo de cultivo perfecto en la desesperación de los ciudadanos, mientras que las víctimas de la violencia quedan en el olvido.

La educación, que debería ser base del desarrollo y equidad, está en crisis. Las escuelas carecen de recursos, los maestros son mal pagados y los estudiantes se ven obligados a dejar sus estudios por falta de apoyo económico.

La salud, derecho fundamental de toda persona, se ha convertido en un lujo que pocos pueden pagar.

Los hospitales públicos están saturados, desabastecidos y en condiciones deplorables, mientras los funcionarios disfrutan de seguros médicos privados cubiertos con el dinero de los contribuyentes.

El sueño de una sociedad justa y próspera parece desvanecerse ante la indiferencia de quienes ostentan el poder.

Pero la solución no está en seguir esperando milagros, sino en exigir cambios reales y tangibles. La ciudadanía debe despertar del letargo y asumir un papel activo en la transformación del país.

La información, organización y participación son armas poderosas para combatir la injusticia y la corrupción.

Mientras las autoridades continúen con el reparto indiscriminado de dádivas, sólo fomentarán una cultura de dependencia en lugar de impulsar el desarrollo sostenible.

En lugar de generar oportunidades reales, estas acciones perpetúan la pobreza y crean clientelismo político.

La distribución sin control de recursos públicos no resuelve los problemas estructurales, sino los agrava, desincentivando el esfuerzo y la autosuficiencia.

Es fundamental que los programas sociales se enfoquen en educación, empleo y emprendimiento, en vez de convertirse en herramientas de manipulación electoral. Sólo así se podrá construir una sociedad equitativa y próspera, basada en el mérito y la responsabilidad.

Es momento de dejar de creer en falsos salvadores y comenzar a construir un futuro con nuestras propias manos.

La esperanza no debe residir en la promesa de un político, sino en la acción colectiva de una sociedad que se niega a seguir siendo víctima de un sistema que sólo favorece a unos cuantos. “La calle de los milagros” sólo existe en la ficción; en la vida real, el cambio se logra con esfuerzo, unidad y determinación.

Si los gobernantes no quieren ver la realidad, la ciudadanía debe hacer que la vean; más aun cuando hoy son las madres de familia las que sufren, al lado de sus hijos, las carencias reales de una vida paupérrima que no cambia.

Es hora de alzar la voz, de cuestionar, de exigir transparencia y justicia.

El futuro del país no puede quedar en manos de quienes sólo buscan su propio beneficio. La historia nos ha demostrado que la indiferencia sólo perpetúa la opresión.

Es momento de dejar de esperar milagros y empecemos a construir la realidad que merecemos…

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