México sangra y el poder calla

Por Karina A. Rocha Priego

Por más que se empeñen en vivir del pasado, las autoridades emanadas de Morena no logran ocultar el presente desolador que atraviesa el país. El asesinato del alcalde Carlos Alberto Manzo Rodríguez no es un hecho aislado ni un caso fortuito, es el retrato más nítido de un México sometido al miedo, la indiferencia y la corrupción institucional. Lo grave no es solo el crimen, sino la respuesta -o mejor dicho, la ausencia de ella- de un gobierno que presume transformación mientras el país se desangra.

La complicidad del silencio

Claudia Sheinbaum, heredera política de López Obrador, parece haber aprendido la peor lección de su mentor: callar, culpar al pasado y mirar hacia otro lado.

Su discurso frente al asesinato de Manzo fue una repetición vacía, cargada de evasivas, como si se tratara de un tema menor y no de un alcalde ejecutado en funciones, miembro de su propio partido y, esa omisión, no solo es un error político, es una traición ética.

Resulta inadmisible que mientras los pueblos enteros viven aterrorizados por el crimen organizado, el gobierno federal siga pretendiendo que todo está bajo control, cuando las cifras, los cuerpos y las ausencias dicen lo contrario pues cada día que pasa, la «transformación» se hunde más en el pantano de la impunidad y, en medio de ese lodo, las instituciones guardan silencio, las fiscalías se doblan, y los gobernadores se escudan en excusas tan huecas como sus promesas.

El caso Manzo no solo exhibe la descomposición del poder en Michoacán, sino la fragilidad del propio sistema político mexicano pues, el que un alcalde morenista sea asesinado, y que su propio partido no mueva un dedo por esclarecerlo, demuestra que la lealtad en Morena no es con la justicia ni con el pueblo, sino con el silencio que protege a los suyos.

Un país gobernado por la simulación

La administración de Sheinbaum -como la de López Obrador antes que ella- vive atrapada en su propio discurso, un discurso que prometió esperanza, pero entregó miedo; que hablaba de cambio, pero perpetuó los mismos vicios del pasado y, en esta «nueva era», los enemigos ya no son los corruptos de ayer, sino los críticos de hoy.

Los medios, los periodistas, los ciudadanos inconformes se convirtieron en los nuevos adversarios del régimen, mientras los verdaderos delincuentes caminan impunes, protegidos por la complicidad o por el miedo del Estado.

El asesinato de Carlos Manzo lo confirma: el poder prefiere mirar hacia otro lado antes que admitir su fracaso y, en lugar de exigir justicia, Sheinbaum eligió la ruta del enojo, la evasión y el discurso ensayado, ninguna condena, ninguna acción concreta, ningún compromiso con la verdad, solo palabras, y palabras vacías.

Mientras tanto, el país sigue contando muertos, desaparecidos, desplazados; municipios enteros viven bajo el control del crimen organizado, y el Estado parece haber renunciado a gobernar; las cifras de homicidios, los ataques a alcaldes, las masacres en comunidades rurales ya no sorprenden a nadie, porque el horror se ha normalizado y eso, precisamente, es lo más alarmante: que en México la muerte haya dejado de indignar.

La generación que ya no tiene miedo

Pero algo está cambiando, aunque no gracias al poder pues la indignación está creciendo, y no en los sectores tradicionales, sino entre los jóvenes.

La llamada «generación Zeta» ha convocado para el próximo 15 de noviembre a una marcha nacional que podría marcar un antes y un después en la vida pública del país y que conste, no es un movimiento partidista ni ideológico, es un grito de hartazgo, una exigencia de futuro.

Esta generación, nacida entre la violencia y las promesas rotas, está cansada de heredar un país fracturado por el miedo; cansada de ver cómo el gobierno se escuda en discursos y culpas ajenas mientras la sangre sigue corriendo por las calles.

Ellos no tienen compromisos políticos, pero sí una causa: recuperar la dignidad nacional que los adultos traicionaron.

Y es precisamente ahí donde radica la esperanza, porque si los políticos han renunciado a actuar, serán los jóvenes quienes tomen la voz que el poder quiere silenciar; si la justicia está secuestrada, serán ellos quienes exijan su libertad y si el Estado ha perdido su rumbo, serán ellos quienes marquen el nuevo camino.

La marcha del 15 de noviembre no será solo una protesta, será un espejo en el que el poder tendrá que mirarse; un espejo incómodo, que reflejará el cansancio, la ira y la decepción de un país que ya no cree en sus gobernantes.

Un país en la cuerda floja

México está al borde de un colapso moral, donde las instituciones ya no protegen al ciudadano, sino al político; la justicia no persigue a los culpables, sino que negocia con ellos y donde, el poder, en lugar de gobernar, se dedica a justificar su fracaso; mientras tanto, los ciudadanos sobreviven como pueden, entre la violencia y la indiferencia.

El asesinato de Carlos Manzo es el síntoma más visible de un sistema enfermo, corroído por dentro; no se trata solo de un crimen, sino de una señal de alerta que el gobierno decidió ignorar, porque admitirlo implicaría reconocer que la «cuarta transformación» fracasó antes de consolidarse.

Y mientras el poder calla, México sangra; sangra en sus calles, en sus municipios, en sus hogares; sangra por la cobardía de sus líderes, por la impunidad de sus criminales, por la indiferencia de quienes deberían protegerlo.

Ya no basta con discursos ni con promesas; el país exige acción, verdad y justicia porque, si el gobierno sigue negando la realidad, será el pueblo -y esta nueva generación que ya no tiene miedo- quien lo enfrente con la fuerza que solo da la desesperación.

El reloj político de México está corriendo, y el tiempo del silencio se acabó.

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