
Por Karina A. Rocha Priego
Sin lugar a dudas, no es secreto alguno que sean servidores públicos los que estén involucrados en células criminales y que sean estos los que muevan los hilos de la delincuencia en el Estado de México.
Esta realidad, aunque escandalosa, ha sido minimizada durante años por quienes deberían combatirla, pero que en muchos casos, en vez de erradicarla, la alimentan desde las sombras.
La reciente desarticulación de una de las principales organizaciones criminales dedicadas al robo y comercialización ilegal de hidrocarburos en el centro del país, puso al descubierto no sólo la magnitud del huachicol, sino los rostros reales de quienes lo orquestan.
Cirio Sergio Rebollo Mendoza, alias “Don Checo”, y Luis Miguel Ortega Maldonado, alias “El Flaco de Oro”, no eran simples delincuentes aislados, ambos operaban con total impunidad en el Estado de México, así como en Hidalgo y Querétaro, perforando ductos para extraer gas LP y gasolina, y vendiéndolos ilegalmente, pero lo verdaderamente gra-
ve es que no actuaban solos: empiezan a surgir apellidos conocidos, bien posicionados, y peor aún, ligados a dos exgobernadores mexiquenses.
Es decir, esta red criminal tiene raíces políticas profundas y, aunque la operación se desarrollaba principalmente en municipios como Ixtlahuaca, Polotitlán, Huehuetoca y Jilotepec, fuentes señalan que los verdaderos hilos del poder se movían desde Atlacomulco, cuna del más rancio priismo y símbolo histórico del cacicazgo mexiquense. Allí, un supuesto empresario -que en realidad es un expolítico venido a más gracias a favores oscuros- aparece como la figura central de esta mafia institucionalizada.
Este personaje, de apellido Del Mazo, cuyo historial está lleno de claroscuros, habría sido rescatado de la bancarrota a finales del sexenio de Arturo Montiel Rojas y, al borde del colapso financiero, fue presuntamente ayudado por Enrique Peña Nieto, entonces gobernador del Estado de México, quien evitó que su pariente directo cayera en la ruina o, peor aún, en la cárcel. A partir de ahí, su ascenso fue meteórico y absolutamente sospechoso.
Hoy, este supuesto empresario -que muchos identifican como un operador silencioso con tentáculos que alcanzan los más altos niveles del poder político- controla una empresa llamada Prodemex (Unión de Crédito Promotora para el Desarrollo Económico del Estado de México, S.A. de C.V.) y bajo esa fachada, opera como agiotista disfrazado de promotor financiero, ofreciendo préstamos con garantías hipotecarias que, bajo mecanismos fraudulentos, terminan en sus manos para luego ser vendidas al mejor postor. Un negocio redondo, basado en el despojo y la miseria de quienes caen en su trampa.
Además, se le atribuyen propiedades comerciales como la Plaza Atlacomulco, así como concesiones de agencias automotrices como Volkswagen Atlacomulco, todo esto, en tiempo récord y, comentan, sin una justificación legítima de origen de recursos.
El crecimiento de su emporio coincide con el debilitamiento del aparato estatal y el aumento del crimen organizado en la región. No es coincidencia: es complicidad.
Más aún, se dice que este personaje goza del respaldo tácito del actual gobierno estatal de Morena, tras haber pactado con ese partido a través de sus dos parientes exgobernadores, quienes literalmente “vendieron” el Estado de México a cambio de impunidad y privilegios.
El supuesto cambio de régimen, en este caso, no hizo más que reciclar los mismos rostros bajo nuevos colores partidistas.
El caso de los 32 detenidos por huachicol, aunque significativo, apenas rasga la superficie de una red mucho más compleja y peligrosa, pues el verdadero poder detrás de estas operaciones sigue intacto y es precisamente ahí donde la justicia ha fallado sistemáticamente.
Las investigaciones federales, por ahora, han sido tibias frente a los verdaderos capos: los que visten traje y firman convenios; los que no aparecen en los medios, pero controlan ministerios, policías, contratos y decisiones.
No basta con arrestar a los operadores de campo si los autores intelectuales siguen siendo intocables, porque mientras el gobierno presume logros parciales en seguridad, la red de huachicol continúa activa, sofisticada, y con nexos evidentes con la clase política.
Las estaciones de servicio que venden gasolina robada con total descaro y sin posibilidad de facturación son apenas una muestra de la impunidad con la que operan, incluso se ha normalizado socialmente: muchos consumidores saben que están comprando huachicol, y lo hacen porque es más barato, aunque el costo real lo paga el país entero.
México no puede seguir tolerando este tipo de criminalidad protegida por el Estado, pues cada litro de gasolina robada representa una pérdida multimillonaria para una nación ya devastada por la deuda, la inflación, la violencia y la corrupción, y es la ciudadanía -el contribuyente común, el pequeño empresario, el estudiante, el trabajador- quien termina pagando con servicios colapsados, hospitales sin recursos, carreteras en ruinas y un futuro hipotecado.
Atlacomulco, símbolo del viejo régimen, vuelve a ocupar el centro de la escena, no como semillero de políticos, sino como núcleo de operaciones ilícitas, encubiertas por quienes durante décadas saquearon al Estado de México.
Si las autoridades realmente quieren combatir el crimen, deben empezar por sus propias filas, porque mientras estos delincuentes de cuello blanco sigan operando con la venia del poder, cualquier estrategia de seguridad será, como hasta ahora, un simulacro hipócrita.
La limpieza debe ser profunda, o no será nada…