
Por Karina A. Rocha Priego
karina_rocha1968@yahoo.com.mx
El Estado de México, esa maquinaria pesada de poder político y simulación institucional, vuelve a exhibir sin pudor el rostro de su verdadera justicia: una justicia de élites, pactada en lo oscuro, diseñada para castigar a los pobres y blindar a los verdugos.
La reciente designación de Alejandro Gó-mez Sánchez, exfiscal del Estado de México, como magistrado del Tribunal de Disciplina Judicial, es más que una provocación: es una declaración de guerra contra la memoria, la verdad y la decencia.
Gómez Sánchez no es un nombre cualquiera, es el mismo operador judicial que estuvo al frente de la Procuraduría y la Fiscalía del Estado de México en los años más oscuros de represión, fabricación de culpables y desapariciones forzadas.
Su expediente no sólo está manchado de irregularidades: está empapado de sangre y, ahora, en un giro que sólo puede explicarse desde el cinismo político más absoluto, será quien «vigile» la conducta de jueces y magistrados en la entidad, una ironía tan grotesca que ni Kafka la habría imaginado.
Organizaciones civiles como Presunción de Inocencia y Derechos Humanos (PIDH) y el Frente Mexiquense en Defensa para una Vivienda Digna (FMDVD) no tardaron en reaccionar. Impugnaron legalmente el nombramiento, acompañando su recurso con una detallada documentación de los abusos cometidos durante su gestión, «…no estamos hablando de rumores ni de vendettas políticas, son hechos, son nombres, son cuerpos, son madres con carpetas llenas de mentiras y fosas llenas de inocentes».
En Tlatlaya, bajo su mando, 22 personas fueron ejecutadas extrajudicialmente por el Ejército, en uno de los crímenes de Estado más documentados del sexenio de Peña Nieto, por lo que el papel de Gómez Sánchez fue claro: encubrir, desviar la atención, impedir el acceso a la verdad.
En lugar de justicia, ofreció una coreografía institucional para garantizar la impunidad. En Atenco, su nombre también figura entre quienes omitieron investigar la brutalidad con que se reprimió a la población en 2006, hechos por los que México fue condenado internacionalmente.
Y no se trata sólo de omisiones, Gómez Sánchez fue pieza clave en la criminalización sistemática de activistas, como José Humbertus Pérez Espinoza, fundador de las organizaciones demandantes, quien fue encarcelado en múltiples ocasiones por su labor de denuncia contra redes de corrupción inmobiliaria en Tecámac y Ecatepec, bajo la Fiscalía de Gómez, estos casos no sólo fueron ignorados: fueron perseguidos con saña.
Las preguntas son inevitables: ¿Cómo fue posible su designación? ¿Qué clase de pacto se selló para colocarlo en un órgano cuya misión es supuestamente combatir la corrupción judicial? ¿Quién dio la orden? Porque no hay otra explicación lógica: nadie en su sano juicio podría pensar que Gómez Sánchez representa los valores de un sistema judicial moderno.
Su historial está ahí, impreso en miles de expedientes forjados, en decenas de recomendaciones internacionales, en los testimonios de las víctimas.
Y, sin embargo, el Instituto Electoral del Estado de México (IEEM), el Congreso local y los Comités Evaluadores del Ejecutivo hicieron como si nada: le otorgaron su constancia de mayoría, le abrieron las puertas del tribunal y lo sentaron en la silla desde la cual -en teoría- debería castigar la corrupción que él mismo ayudó a consolidar; la impunidad ya no se esconde: se institucionaliza.
Esta designación representa, además, una traición al Sistema de Justicia Penal Acusatorio, que lleva años intentando consolidarse entre resistencias, inercias y sabotajes internos. Gómez Sánchez, en lugar de fortalecerlo, desvió recursos, ignoró la profesionalización policial, permitió la continuidad del viejo sistema inquisitivo y perpetuó la criminalización de la pobreza.
Hoy, gracias a su gestión, miles de personas inocentes siguen en prisión porque fueron detenidas, torturadas y condenadas sin pruebas válidas.
Su llegada al Tribunal de Disciplina Judicial es como poner al pirómano a cargo del cuerpo de bomberos, siendo no sólo grave, sino absurdo, por el precedente que deja: cualquier violador de derechos humanos puede reciclarse como «vigilante de la ética judicial» si cuenta con las alianzas adecuadas porque, esto, más que una aberración, es una advertencia: los poderosos del Estado de México siguen controlando las instituciones.
Cambian de siglas, de discursos, de colores, pero no de método.
¿Dónde están hoy los que prometieron una nueva era política? ¿Dónde está la regeneración moral, la lucha contra el viejo régimen, el combate frontal a la corrupción? El silencio del actual gobierno estatal es estruendoso, su complicidad, evidente.
El nuevo régimen, que se presentó como alternativa, ahora se comporta igual o peor que sus antecesores: premia a los verdugos, silencia a las víctimas y coopta las instituciones que deberían garantizar justicia.
El nombramiento de Gómez Sánchez debe revocarse, no por razones políticas, sino por simple decencia institucional pues, si el Tribunal Electoral del Estado de México avala esta imposición, se convertirá no sólo en cómplice, sino en coautor de un nuevo crimen contra la justicia.
Alejandro Gómez Sánchez no debería portar una toga, debería estar rindiendo cuentas ante los tribunales -nacionales e internacionales- por los abusos que cometió bajo el amparo del poder y, hasta que eso ocurra, el Estado de México no podrá hablar de justicia sin escupir sangre y, lo más preocupante: ¡ya ni siquiera lo disimulan!.